Cazando




Corre rápidamente por la piel, se desliza como escalofrío, pero es cálido.

Se acelera el pulso, la respiración se agita.

La piel se eriza, cada movimiento es lento, pero letal.

Los ojos no miran, insinuan.


Las manos buscan el punto estratégico, la adecuada colocación.

Los labios se humedecen, se muerden.

Las piernas se estremecen, se preparan.

La espalda se endereza.


Se ve a la presa y lo único que se sabe es que se le desea.

Se acecha con el único propósito de conocerle y al final poseerle.

Se estudian sus movimiento y se aprende a danzar en su ritmo.

El deseo es el motor de toda caza.


El deseo corroe el alma del cazador, lo tortura. Lo alimenta.

El deseo del cazador, lo corrompe, lo ciega, lo mata.

El deseo crece a medida que estudia más a la presa, que la observa. Que no la posee

El deseo es la bendición y la maldición de la presa.


La presa será presa de su deseo.

La presa cava su propia tumba, con el aroma de su piel.

La presa sabe que la fascinación se ira con la posesión de lo codiciado.

La presa prolonga su anunciada muerte, prolongando el deseo en lo efímero.


Eterno deseo fugaz, que es nada en tiempo.

Pero, quién ha dicho que unos minutos de placer, no merecen una vida de trabajo?

Que unos minutos en su piel, no valen la eternidad.

La eternidad que sólo se encuentra en la piel de un ser.








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